11 agosto 2005

ESPADAÑA Y LA TERTULIA EN LA BIBLIOTECA AZCÁRATE


VIAJE DE FIN DE SEMANALeón: reino de espadañasSABAS MARTIN

Junto a los chopos, centinelas de los caminos, los negrillos y los álamos del Órbigo, entre madreselvas, cornizos, lúpulos, brezos y tojos, aún se reparten las espadañas por las tierras del que fuera asentamiento romano de la Legio VII Gemina, entre los ríos Torío y Bernesga. Su vinculación al paisaje leonés y su forma de combatiente espada fue el motivo por lo que se aceptó como emblema de Espadaña. Antonio G. de Lama, Eugenio de Nora y Victoriano Crémer fueron sus hacedores principales. La revista publicó 48 números desde 1944 a 1951 en que desapareció. Decir que Espadaña surgió sólo como reacción contra el formalismo estetizante, inocuo y acomodaticio de otra revista coetánea, Garcilaso, es simplificar un proceso bastante más complejo. Sin embargo, la historia literaria consagra esa radical disparidad. Frente a los garcilasistas, el grupo de León reivindicó la rehumanización de la poesía. Menos perfección estilística, menos metáforas y más gritos. Vida, vida, vida. Eso proclamaban en el silencio inerte de la España de la oscuridad franquista. Autores entonces prohibidos como Alberti, León Felipe, Lorca, Miguel Hernández, Neruda, Vallejo, junto a Aleixandre, Salinas, Celaya, Otero, Valverde, De Luis, Panero, Gamoneda, y prácticamente la totalidad más significativa de lo que habría de venir: Bonald, Barral, Hierro, González, Hidalgo, Ory, Bousoño... figuran en esa nómina de más de 1.500 escritores que hacen de Espadaña un documento insustituible de la poesía española de este siglo. La tertulia de la biblioteca de los Azcárate, en la actual Fundación Sierra-Pambley, fue el germen del nacimiento de la revista. Por allí pasaron también José Castro Ovejero y Josefina R. Aldecoa. Y allí va cotidianamente Antonio Gamoneda, director de la institución, aún poeta incipiente cuando publicaba sus versos en los últimos tiempos de Espadaña. Las ventanas dan a la Plaza de la Regla, de cara a la fachada de uno de los tesoros esenciales de la ciudad de León: la Catedral de Santa María, la Pulchra Leonina, prodigiosa sinfonía vertical de piedra, luz y vidrio. De tan estilizada e ingrávida, esta obra maestra del gótico parece siempre a punto de ascender a los cielos y dejar atrás a los cuervos y cigüeñas que, embandados, sobrevuelan sus erizadas agujas asimétricas. La Virgen Blanca y los santos y apóstoles que aguardan en la portada principal son el pórtico a la extraordinaria luminosidad que despliega la luz, cuajándose de matices cuando atraviesa hacia el interior del templo los 1.800 metros cuadrados de vidrieras, incluidos sus tres rosetones. De la conmoción que la catedral suscita en quien la contempla advierte Gamoneda: «Si de la suave mano de la noche / llegas a este lugar, oh caminante, / cuida tu corazón. Yo te lo aviso / porque el aire peligra de belleza». En la parte trasera de esta «cima de León», en la Plaza de la Puerta del Obispo, una placa recuerda el lugar donde vivió Antonio G. de Lama, el cura humanista, comprometido con el vuelo terrestre de la aventura poética de Espadaña.

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